13 septiembre 2006

Tomé unas semillas, y sin pensarlo demasiado -más bien urgentemente- las sembré. Solo supe que era el momento. A decir verdad, no sabía lo que sembraba. Podría salir de allí, cualquier cosa. Sin embargo las he regado como parte de las cosas que captura mi atención a diario.

Todo indica que acerté a lanzarlas en un lugar adecuado que les permitiera recibir luz y buen sol. Como quien lanza un Conjuro, sin reconocer el significado de las palabras mágicas-pero sabiendo que se trata de un acto poderoso- las lancé en tierra fértil. Tierra recién removida por mi, regada por mi, tocada, olida y gozada por mí. Pero entonces no lo noté. No noté con qué placer amasaba esa tierra, la olía, la sentía entre mis manos, para terminar confiándole las semillas. Esas semillas. ¿mis semillas?

Dulce combinación la de sembrar: cuidado intencionado y conciente (remover la tierra, sembrar, regar…) y espera confiada y serena. La tierra, el agua, el Sol sabrán interactuar con sabiduría con la semilla, para permitir que ésta se despliegue en todo su esplendor. La semilla “sabrá” alimentarse de la tierra y el agua, abrirse paso a través de su cáscara protectora, calentarse con el Sol, buscar la luz para desplegarse e iluminarse… Y desaparecer como semilla para convertirse en alguna otra cosa. Planta. Flor. Quien sabe. Por ahora son asomos verdes emergiendo de la tierra. Lo que hasta ahora eran intuiciones y espera confiada hoy empieza a manifestarse en forma de múltiples brotes verdes. Inaugurales. Noveles. Con ese verdor único de lo que recién emerge.

Cuando lancé las semillas no sabía qué sembraba… Hoy tampoco lo sé. Y sin embargo asisto maravillada y sorprendida a la constatación de la alquimia subterránea y misteriosa que hace que de pronto, y tarde o temprano, uno coseche (o presencie y participe de) lo que contribuyó a sembrar…

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