07 agosto 2006

Intento...

Tengo recuerdos muy tempranos. Y mi infancia la tengo ligada fuertemente a descubrimientos, juegos infinitos, aventuras y amores profundos; pese a las dificultades reinantes… En medio de mis buenos recuerdos, aparece, sin embargo un enigma personal que tiene que ver con los miedos. Porque miedos, obviamente hubo, probablemente los típicos temores infantiles. Sin embargo los 3 peores miedos (o más bien terrores) que recuerdo haber tenido durante mi infancia surgieron, increíblemente, a partir de sonidos, de 3 canciones en particular. Es extraño, no? Porque tuvo que ver con las experiencias sensoriales o viscerales que esa música me causó en ese momento particular de la vida. Dos de ellas se vinculan a emociones o temores muy primarios, atávicos, casi prehistóricos… Como recuerdos de miedos, valen el haber aparecido fruto de un estímulo poco común. No fue la imagen de un monstruo o escuchar una historia de terror por la radio. Fue música. Lo que en parte me ratifica el poder y los efectos intensos que la música ha tenido siempre en mí. Y en estos 3 casos particulares y únicos en mi vida, el efecto intenso fue de temor. La música ya no volvió a producirme eso de nuevo (salvo en un experimento musical años después, pero eso fue otra cosa...)

La primera que recuerdo –ahora puedo verlo- me hacía conectarme con la sensación de vacío. Escucharla era sentir que estaba parada en el filo de una navaja, que flotaba en el medio de un universo sin estrellas. Oscuridad, vacío. La navaja. Y yo tratando de mantener el equilibrio precario en medio de esa nada…

La segunda me remite a un recuerdo estival. Yo era muy chica y disfrutaba de las primeras horas de la noche, corriendo por las profundidades del (entonces salvaje) patio de mi casa. Estaba en el fondo del patio, sector más oscuro y alejado. Veía a mi papá a lo lejos, por allá en la terraza y escuchaba la música clásica a través del ventanal abierto. Estaba feliz disfrutando de la noche, del viento fresco, de los árboles… hasta que la música se acabó y apareció una cortina musical nueva, que deformaba los acordes musicales, al estilo de los primeros sintetizadores nacionales y setenteros… Pero el resultado de tanta modernidad musical fue el terror. Salí corriendo en dirección a mi papá gritando con un pánico irreconocible para mí “Se va a caer la Luna. Se va a caer la Luna!!!”, como si aún estuviéramos en tiempos prehistóricos, y gobernara el realismo mágico. Y gritaba hasta que alcancé a mi papá, lo abracé y lo trepé -no se como- y llegué a sus hombros. Hasta el día de hoy esta disrupción me interroga…

Nunca estuve parada en una navaja en medio de la nada. La luna no se movió más de la cuenta esa noche, ni mucho menos pensó en caer sobre la tierra. Pero el pánico estuvo ahí y apareció disruptivo en medio de mucha calma en un caso; y en medio de una gran felicidad aventurera en otro. ¿Qué pasó? ¿Qué hace que de pronto el miedo o la angustia invada nuestros territorios y aprovechen de entrar?

No tengo todavía respuestas para esos lejanos temores ni para la aparición de los actuales. Pero, mi sensación en el último tiempo ha sido que, pareciera que allí donde hay miedo; hay una situación que espera a ser develada. Un misterio. Un descubrimiento. La aparición de algo nuevo. Cuando se viene algo importante, entonces también puede aparecer el miedo. Como una señal. Pero si dejamos que ese miedo actúe, una fuerza intentará detenernos para no cruzar la puerta. No sé si siempre conviene cruzarla. Pero al menos me ha ocurrido en el último tiempo que ha valido la pena descubrir lo que he venido descubriendo. Y una aproximación lenta pero insistente en torno a ciertos miedos me ha abierto a nuevos espacios de libertad, incluso a descubrimientos que me han significado nuevos gozos. Y por qué no pensar entonces también, en el gozo y la libertad de estar parada en la mitad de una navaja, en medio de la nada. O el vértigo de atisbar la posibilidad que la luna se vaya a caer… Eso no explica nada, pero abre otra puerta…

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